Cuando tenía 17 años, con mi polola nos solíamos regalar casets con canciones. Uno sabía el esfuerzo que eso llevaba, porque no era como mandarse una playlist de Spotify. No. Había que sentarse al lado de la radio, poner el caset virgen, apretar rec, play y pause, y quedarse ahí alerta para “desapretar” esta última tecla en el momento exacto, justo cuando el locutor terminara de anunciar la canción, que previamente uno había pedido a la radio. No, si no era ná fácil la weaíta (bueno, se simplificaba un poco si tenías una radio con doble casetera y alguien te prestaba cintas para regrabar, pero esa tecnología llegó a mi casa cuando yo ya tenía como 20).
Yo llegaba del colegio como a las 2 y media, horario ideal para esperar el “Especial de las 15 horas” de la Radio Galaxia. Ahí me iba a la segura. Igual el locutor de profunda voz me cagaba las canciones con el “Galaaaaxia, ochenta y nueve puuunto siete”, pero filo, a la Caro no le importaba, y a nadie en esa época en verdad. Llevaba como 3 semanas haciéndole el caset a la rucia. Era mi primera polola y la quería impresionar. Como me quedaba espacio para un par de canciones en el caset, andaba buscando qué más grabar. Justo ese día, el especial era de Queen. “Grosso”, dije yo (o tal vez “taquilla”, no lo recuerdo bien). Comí rápido, me fui a encerrar a la pieza, adelanté y retrocedí el caset hasta encontrar el momento justo para apretar las tres teclas que les conté al principio, y con el dedo en el pause, me puse a esperar “Love of my life”.
Mi viejo trabajaba de noche, y como la situación no era la mejor, a veces se quedaba pituteando de garzón en el centro. Pero ese día no. Ese día llegó cuando el “Especial de las 15 horas” ya iba en la tercera canción, y yo figuraba literalmente pegado al equipo, con el dedo acalambrado. Mi viejo era –y sigue siendo– terrible de chucheta. ¿Por qué lo digo? Porque cuando abrió la puerta de mi pieza y escuchó los acordes de “I want to break free”, dijo a todo hocico: “oye que canta bien el maricón Freddy Mercury”. No lo pesqué en verdad, porque la canción siguiente era la que esperaba para la Caro.
Cuando terminé de grabar, retrocedí, subí el volumen y me puse a repasar el caset canción por canción. Mi viejo se mandó una tras otra: Con “Your Song”, “canta bien el maricón Elton John”; con “Do you really want to hurt me”, “canta bien el maricón Boy George”; con “Careless Whisper”, “canta bien el maricón Yorsh Máiquel”; hasta con “Trátame Suavemente” se tiró un “canta bien el maricón Cerati”; y así. No se salvó ni uno.
Con el caset, quedé como rey, pero, ¿para dónde va la historia? A mi viejo. Nacido en el sur, en pleno campo, es hijo de su tiempo y de las circunstancias. Es de una generación garabatera, homofóbica, bruta, aún más que la de nosotros los cuarentones. Y les diré, así, sin eufemismos, que mi viejo habla como el hoyo. Es de los que dice “la calor”, “tía, me fía una paté”, “me salió una empóa” (por ampolla) y en su momento, también era de los que decía “soa Bachelé, haga argo”.
Hace unos años, a mi viejo se le iba en collera hasta el timbre. Hoy, está un poco más tecnologizado. Después de años rehusándose a tener celular, WhatsApp y Facebook, tiene de todo. Pero, ¿para qué lo usa el perla? Para “defender a la RAE”. Él poh. El académico de la lengua. De repente me lo topo peleando en el grupo de compra/venta de la comuna, con alguien que vende algo que a él ni siquiera le interesa. Ayer lo pillé respondiéndole a un pobre lolito que publica unas sombras para ojos con un “Hola chiquilles”. El otro día, a una chiquilla otaku que vendía poleras de BTS, la puteó por saludar a “Les vecines”. No respeta ni el Día de la Diversidad Sexual. En Emol, en la Biobío, en el Facebook de la Muni… texto que pilla con una E, texto que responde el viejo. Ya tengo la frente morada de tantos palmazos que me pego leyéndolo.
Pasaron unos días y no me lo había topado en Facebook, así que me preocupé y lo fui a ver. Andaba cabizbajo. Le habían suspendido su cuenta por 30 días. No entendía porqué, “si lo único que hice fue decirle ‘Feliz día maricones culiaos’ a los maricones culiaos”, me explicó. Me pegué la palmada en la frente ahí mismo, en vivo y en directo, delante de mi viejo. “Puta que la cagai”, le dije. Le traté de explicar que no está bien que ande ofendiendo a la gente, que hasta puede tener problemas más grandes, que hay leyes que protegen a las minorías contra la discriminación, que no tiene porqué pelear por una letra, que no saca nada con nadar contra la corriente… pero no, no le cuadraba nada. Sentía que todos estaban mal, que el mundo estaba patas para arriba, que esta generación es de cristal y blablablá, así que decidí sacarlo de ese espiral. “Oye, viejo, hablando de cristal, ¿vamos por unos schops?”.
Al fragor de las cervezas, se desahogó. Sin encontrarle mucha razón a su forma de ver el mundo, traté de explicarle que las cosas han cambiado para bien. Que las minorías estaban excluidas e invisibilizadas, y que de pronto una simple E, para ellos es mucho. Los valida en la sociedad. La verdad, no me pescó nada. Y bueno, es mi viejo, tampoco voy a pasármela peleando con él. Menos mal en el boliche estaban dando partido de la Champions, así que nos mandamos como 3 rondas de schops con unos buenos barros luco.
Tras desahogarse agarrando a chuchás a jugadores, técnicos y por supuesto árbitros, pedimos la cuenta y nos fuimos. Vi a mi viejo contento, como hace rato no lo veía. Lo dejé en la casa. Le dije que anduviera más relajado y que no pasara rabias con el Facebook. Me dio las gracias por los schops. “Taban buenas las pilsens”, me dijo. Le di un abrazo y, después de decirle, “te quiero, viejo”, me respondió “yo también, hije”.
No entendió ni una weá.