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Lago Rapel: espejo de nuestro país

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Escribe Felipe Portales

El escandaloso reportaje de Chilevisión respecto de las graves y flagrantes colusiones de los poderes económicos, políticos y militares fácticos para convertir el lago Rapel en un virtual lago privado, solo ha sido empañado por un “escándalo” aún mayor: La total carencia de repercusiones políticas, comunicacionales y sociales de una noticia de esta naturaleza. O más que noticia, de la continuación ininterrumpida de una violación flagrante de la Constitución y las leyes que –¡como tantas otras cosas!- ha quedado vigente desde la dictadura.

Y, por cierto, para que esta aberración continúe, luego de 30 años, ha habido una sistemática complicidad de los sucesivos gobiernos, parlamentos, concejos comunales, autoridades fiscalizadoras y judiciales, medios de comunicación y organizaciones sociales respecto de este diseño que, por lo demás –de acuerdo a testimonios periodísticos y ciudadanos–, es bastante común en muchísimos lagos del país. Particularmente vergonzosa ha sido la sistemática complicidad sobre esto de ¡cinco gobiernos pretendidamente de “centro-izquierda”, que terminaron desarrollando políticas de derecha (y corruptas, en el profundo sentido de la expresión, como ésta) en la generalidad de los ámbitos nacionales!…

Impacta aún más la carencia absoluta de repercusiones por la divulgación de tal latrocinio, por el hecho de que Carabineros de Chile sea parte de aquel, al mantener un centro recreacional en sus orillas para las que –de acuerdo a la directora de Obras de la Municipalidad de Las Cabras y a la constatación directa del reportaje televisivo– ¡ha cerrado incluso un camino público! Y, por otro lado, que ¡el propio alcalde –Rigoberto Leiva Parra- le haya dejado “el recado” a los periodistas de Chilevisión de que no estaba interesado en el tema!

Es cierto que uno podría “filosóficamente” señalar que no debería llamar la atención que algo como esto “no llame la atención”, pues en estos treinta años nos hemos acostumbrado a cosas mucho peores que esta. Por ejemplo, a que los gobiernos de la Concertación le hayan regalado solapadamente a la futura oposición de derecha la mayoría parlamentaria en 1989 y a que no hayan querido usarlas para cumplir con sus compromisos programáticos, cuando finalmente las obtuvieron; que hayan desarrollado políticas “exitosas” destinadas a destruir la generalidad de los medios de comunicación de centroizquierda en los 90; que hayan legitimado y consolidado, entre 1990 y 2010, el conjunto de las “modernizaciones” impuestas a sangre y fuego por la dictadura: AFP, Isapres, Plan Laboral, ley minera, sistema tributario, privatizaciones o concesiones de servicios básicos; LOCE-LGE; universidades privadas con fines de lucro, etc.; que hayan buscado legitimar la autoamnistía de 1978; que hayan designado diplomáticos y agregados militares involucrados en graves violaciones de derechos humanos; que hayan salvado “exitosamente” de ser condenado por sus crímenes a Pinochet; que hayan asumido –con algunas reformas– la Constitución del 80 en 2005, suscribiéndola Lagos y todos sus ministros; etc., etc.

Sin embargo, es mucho más chocante que esta indolencia nacional frente a tan evidente violación de la Constitución y las leyes, tenga lugar cuando se presume que estamos inmersos en un proceso cívico de alta relevancia, como sería el que nuestro país tuviese por primera vez una Constitución aprobada por una Asamblea Constituyente. Dejando aparte el hecho crucial que esto, desgraciadamente, NO SERÁ ASÍ, puesto que el antidemocrático quórum de dos tercios lo impedirá al hacer equivalente 34 y 66 en la futura “Convención Constitucional”; es, de todos modos, doblemente impactante que aquella indolencia se produzca en momentos en que se supone que más estamos valorando la Constitución y las leyes.

Pareciera que muy poco –si es que algo- hemos avanzado desde que el considerado mitológicamente como el creador del Estado de derecho chileno (Diego Portales) se manifestara primero completamente indiferente en 1832 respecto de la Constitución que se estaba gestando: “No me tomaré la pensión de observar el proyecto de reforma (de la Constitución): Ud. Sabe que ninguna obra de esta clase es absolutamente buena ni absolutamente mala; pero ni la mejor ni ninguna servirá para nada cuando está descompuesto el principal resorte de la máquina” (Carta a Antonio Garfias del 23 de mayo de 1832). Y que, mucho peor aún, que ya una vez vigente la despreciara completamente: “De mí se decirle que con ley o sin ella, esa señora que llaman la Constitución, hay que violarla cuando las circunstancias son extremas. ¡Y qué importa que lo sea, cuando en un año la parvulita lo ha sido tantas veces por su perfecta inutilidad!” (Carta a Garfias del 6 de diciembre de 1834).

Muchos años después –en 1886- todavía un Antonio Varas en “su período más liberal dirá que ‘la Constitución y el reglamento son una simple telaraña cuando se trata del orden y del interés público’, justificando así el verdadero ´golpe de Estado’ cometido por su correligionario Pedro Montt, quien, como Presidente de la Cámara de Diputados, clausuró el debate entre una de las fundamentales ‘leyes periódicas’, en la sesión del 9 de enero de 1886, contra todo reglamento” (Mario Góngora.- Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX; Edit. Universitaria, Santiago, 1992; pp. 41-2).

Es cierto que en el siglo XX ya no escuchamos brutalidades como esas, pero la práctica del poder siguió siendo tan vulneradora del Estado de derecho. Así, la Constitución de 1925 (considerada por la generalidad de los historiadores y por nuestra educación escolar como “democrática”), fue impuesta de manera completamente antidemocrática, sin Asamblea Constituyente (que había sido prometida por los militares y Alessandri); elaborada por una pequeña comisión designada a dedo por Alessandri (y donde de acuerdo a sus participantes Carlos Vicuña y Enrique Oyarzún, Alessandri impuso sus partes cruciales); impuesta frente a la comisión más amplia -¡designada también a dedo por Alessandri!- por un amenazante discurso del comandante en jefe del Ejército, Mariano Navarrete (ver Mi actuación en las Revoluciones de 1924 y 1925; Centro de Estudios Bicentenario, Santiago, 2004; pp. 304-5); y ratificada en un plebiscito que no cumplió ningún requisito de una elección libre (ver Carlos Vicuña.- La tiranía en Chile; Lom, Santiago, 2002; p. 314).

Además su texto fue fuertemente autoritario, de acuerdo a la opinión de la mayoría de los partidos políticos chilenos de la época; al juicio del eminente jurista Hans Kelsen de 1926 (ver Renato Cristi y Pablo Ruiz-Tagle.- La República en Chile. Teoría y política del constitucionalismo republicano; Lom, 2006; pp. 121-2); y a la dura crítica efectuada en 1949 por el propio Eduardo Frei (Historia de los partidos políticos chilenos; Edit. del Pacífico, Santiago, 1949; pp. 201-3).

Por otro lado, moros y cristianos reconocen que en su aplicación, dicha Constitución fue sistemáticamente vulnerada desde el poder, a través de la legislación, de reglamentos y de la práctica. Así por ejemplo, ya en 1925 se vulneró con Decretos Leyes como el N° 425 que limitaba la libertad de expresión y el N° 710 que distorsionó las elecciones al eliminar la cédula única electoral. En 1926 se vulneró con la primera de las Leyes de Facultades Extraordinarias (expresamente no contempladas en la Constitución) que se hicieron costumbre.

Luego con el Código del Trabajo de 1931 que –entre otras cosas– impidió la sindicalización de los trabajadores públicos. Después, con el decreto de 1933 que impidió la sindicalización campesina, y que en 1947 fue sustituida por una ley que ¡hizo virtualmente imposible dicha sindicalización! hasta que en 1967 se aprobó una auténtica ley en tal sentido. Más adelante, con la Ley de Seguridad Interior del Estado de 1937 que vulneró entre otros, el derecho a la libre expresión. Luego, en 1942, con la Ley que “inaugura” la recurrencia a las Zonas de Estado de Emergencia. Y finalmente –dentro de las principales- en 1948 (y hasta 1958) con la Ley de Defensa de la Democracia (“Maldita”). También se hicieron costumbre los inconstitucionales decretos de insistencia, por los que los presidentes doblegaban las facultades de la Contraloría General de la República.

¡E instituciones y disposiciones establecidas en la Constitución de 1925 nunca se llevaron a la práctica dado que no se aprobaron las leyes concretas que habrían permitido darles vigencia! Fue el caso de las Asambleas Provinciales que le otorgaban poderes a las provincias; de los tribunales contencioso-administrativos que habrían permitido –cual “defensores del pueblo”- velar por los derechos de los particulares frente al Estado; y de una disposición que concedía derechos a una indemnización, en caso de prisiones ordenadas legalmente, pero que finalmente se demostraren injustas.

Al menos, el Lago Rapel nos ha permitido “navegar” un poco por nuestra historia…

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